[COLUMNA] #AhoraSoyMamá: Luchando contra la sobreprotección

Por Gabriela Ulloa @ahora.soy.mama | Lunes, 17 de Julio de 2017
[COLUMNA] #AhoraSoyMamá: Luchando contra la sobreprotección

Hace un tiempo recordaba la locura del primer mes como mamá. Y cuando hablo de locura lo digo literal ¿En qué cabeza podría entrar la idea de que la guagua NO puede salir de la pieza, aunque sea al living de mi propia casa, porque se puede resfriar, enfermar o incluso morir? Y ojo que estoy hablando de pleno verano. Mes de febrero.

Y es que así fue nuestra experiencia. El día que nos dieron de alta en la clínica nos vinimos felices a la casa. Nuestro hijo tenía tres días de vida y nosotros empezábamos una nueva aventura. Era real. Éramos papás y sólo nosotros estábamos a cargo de ese pequeño ser. Ya no había doctores, enfermeras, ni nadie que podía salvarnos. Llegó la noche y empezó el terror. Mi hijo lloraba y lloraba sin parar. Ese ruidito mínimo, parecido a un gatito hambriento que había hecho en la clínica, había sido un engaño. Una farsa. Los pulmones de nuestro hijo estaban mega ultra desarrollados, no había duda. No entendíamos bien qué pasaba, menos qué hacer. El instinto decía que lo pegara a la pechuga y eso podría calmarlo, pero la solución duraba solo un rato. El llanto desgarrador se apoderaba de mi guagua y de mí también. Esa noche no dormimos NADA.

La siguiente noche fue peor. Alrededor de las 23 horas, tras mudar a mi hijo, vimos que algo no andaba bien. Partimos a urgencias. Fue una noche eterna. Llena de dudas y alto nivel de estrés. Un diagnóstico desafortunado hizo que alrededor de las 8 am del día siguiente mi hijo, de tan solo 4 días, fuera internado. La desesperación se había apoderado de nosotros. Habíamos pasado la noche en vela entre exámenes y diferentes procedimientos. Sentía que mi corazón iba a estallar ¿Cómo en tan pocos días esa pequeña criatura era mi vida entera? Entendí lo que era ser mamá, pero también me aferré a la sobreprotección.

Ya en casa, y tras esa pésima experiencia, mi sentido de alerta se exacerbó y mi instinto de protección se elevó a niveles descomunales. "Mi hijo no sale de esta pieza, salvo para ir a control", sentencié rotundamente. Mi marido, de vacaciones para disfrutar la llegada de nuestro hijo, estuvo de acuerdo. Y así fue como vivimos un mes encerrados en una pieza de 4 x 4 mts2. Dos adultos, un perro y un recién nacido. Ventanas cerradas por los 33 grados de calor. Ventilador ocasional para refrescar. Olor a comida, porque desayunábamos, almorzábamos, comíamos y dormíamos en la cama... ¿Las visitas? Pocas, pero todas en la pieza. Obvio.

No supe de amaneceres, ni anocheceres. Me remití a dar leche, cambiar pañales y hacer dormir. Y, apenas fuera posible, dormir un poco yo. Me olvidé un poco del mundo y de mí misma. Me volví loca. Todo era motivo de alerta: la luz de la TV se refleja en su cara; el ruido lo puede asustar: el calor lo va a agobiar; el frío lo puede enfermar; acostado puede dejar de respirar; en brazos puede caerse; y suma y sigue. Dormimos un mes con la luz del pasillo prendida para poder ver si mi hijo estaba a mi lado (aunque no sé de qué modo podría haberse ido).

Hoy pienso en ese mes con nostalgia porque jamás viviremos algo igual. Siento que el mundo se detuvo y me permitió crecer, disfrutar y conocer. Pero también lo recuerdo como la mayor "pelada de cable". La exageración máxima de los temores maternales. La revolución hormonal más freak de la historia. Por suerte, con el pasar del tiempo y la iluminación de quién sabe qué, me fui relajando. Y aprendí a disfrutar sin temores. A entregarme a la vida. Porque los hijos crecen muy rápido como para vivir llena de miedos. Porque la sobreprotección solo los hace crecer inseguros y temerosos, y la falta de experiencias afectará en su crecimiento y desarrollo. Sí, los niños necesitan protección y cuidado, pero también papás seguros y valientes, que les enseñen a enfrentar el mundo y solucionar problemas, y no a encerrarse entre cuatro paredes.

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